Así
como ocurre con la mayoría de los tratados internacionales, el AMI establece
una serie de derechos y obligaciones pero se diferencia fundamentalmente de los
otros acuerdos: en él, los derechos están reservados para las empresas e
inversionistas internacionales mientras que los gobiernos asumen todas las
obligaciones. Además, en una innovación sin precedentes, una vez que los
Estados entran en el AMI, quedan irrevocablemente comprometidos por 20 años. En
efecto, una disposición les prohibe manifestar el deseo de salir del tratado
antes de 5 años tras lo cual queda obligado ¡durante 15 años adicionales!
El
capítulo clave del tratado se titula «Derechos de los inversionistas». Ahí
aparece el derecho absoluto para invertir - comprar terrenos, recursos
naturales, servicios de telecomunicaciones u otros, divisas - en las condiciones
de desregulación previstas por el tratado, es decir, sin ninguna restricción.
Los gobiernos, por su parte, quedan obligados a garantizar el "pleno
goce" de esas inversiones. Numerosas cláusulas prevén la indemnización
de los inversionistas y de las empresas en los casos de intervenciones
gubernamentales susceptibles de restringirles su capacidad de obtener utilidades
de sus inversiones. En particular, cuando esas intervenciones tengan un «efecto
equivalente» a una «expropiación, aunque sea indirecta». Así, según los
términos del acuerdo, «la pérdida de una oportunidad de obtener ganancias
sobre la inversión constituirá un tipo de perjuicio suficiente para dar
derecho a una indemnización en beneficio del inversionista».
Las
reglas relativas a la «expropiación e indemnización» son las disposiciones más
peligrosas del AMI. Ellas dan a cada empresa o inversionista el derecho a
reclamar casi contra cualquier política o acción gubernamental - desde medidas
fiscales hasta disposiciones en materia de medio ambiente, desde la legislación
laboral hasta las normas de protección del consumidor- en tanto amenazas
potenciales contra las utilidades. Por lo tanto, mientras en todas partes los
Estados están llevando a cabo recortes en sus programas sociales, se les pide
aprobar un programa mundial de ayuda a las firmas multinacionales.
Premonitorio
es el caso de la sociedad Ethyl. Esta empresa, domiciliada en EE.UU., se apoya
en disposiciones del NAFTA, bastante menos favorables que las del AMI, para
reclamar 251 millones de dólares al gobierno del Canadá. En abril de 1997,
Ottawa prohibió, en efecto, un aditivo para la gasolina llamado MMT, una
neurotoxina sospechosa que daña los dispositivos anti-contaminantes de los
automóviles. Ethyl, único productor, intentó una acción contra el gobierno
canadiense argumentando que una prohibición del MMT equivalía a una expropiación
de los bienes de la compañía. Aunque parezca increíble, el caso va a ser
juzgado. Si Ethyl gana, los contribuyentes canadienses deberán pagar 251
millones de dólares a la firma privada. Cabe imaginar que tal mecanismo tendrá
como efecto la paralización de toda acción gubernamental que apunte a proteger
el medio ambiente, preservar los recursos naturales, garantizar la seguridad y
la equidad de las condiciones de trabajo u orientar las inversiones al servicio
del interés colectivo.
Otro
derecho a indemnización de los inversionistas: la «protección contra los desórdenes».
Los gobiernos son responsables, frente a los inversionistas, de los «desórdenes
civiles» y para qué hablar de «revoluciones, estados de emergencia u otros
acontecimientos similares». Esto significa que tienen la obligación de
garantizar las inversiones extranjeras contra todas las perturbaciones que
pudieran disminuirles su rentabilidad tales como los movimientos de protesta,
boicot o huelgas. Es como para motivar a los gobiernos, so pretexto del AMI, a
restringir las libertades sociales.
En
cambio, el AMI no prevé ni obligaciones ni responsabilidades para los
inversionistas. Los gobiernos no pueden tratar de manera diferente a los
inversionistas extranjeros y nacionales. Y, según el proyecto de tratado, es el
impacto de una política y no las intenciones ni el sentido literal de las leyes
lo que debe tomarse en cuenta. Por lo tanto, leyes
aparentemente neutras pero donde se puede demostrar que tienen un efecto
discriminatorio no intencional sobre el capital extranjero, deben ser derogadas.
Las leyes que fijen los límites al desarrollo de las industrias extractivas
-como las mineras o las forestales- pueden ser denunciadas por sus efectos
discriminatorios contra los inversionistas extranjeros que intenten acceder a
esos recursos en relación a los inversionistas nacionales que ya tengan un
acceso.
Del
mismo modo, las políticas comúnmente practicadas de ayuda a las pequeñas
empresas o los tratos preferenciales a favor de ciertas categorías de
inversiones o de inversionistas, tales como los programas de la Unión europea a
favor de las regiones con retraso en su desarrollo, podrán ser atacadas. Igual
riesgo corren los programas de redistribución de la tierra a los campesinos en
los países en desarrollo. Para poder ser admitido en el NAFTA, México tuvo que
suprimir las disposiciones de su Constitución relativas a la reforma agraria
que fueran instituidas después de la revolución. Esto fue así para que los
inversionistas americanos y canadienses pudieran comprar la tierra reservada a
los nacionales. El balance de los cuatro primeros años de su aplicación es la
destrucción masiva de los pequeños campesinos mientras que las multinacionales
de la industria agroalimenticia se iban apoderando de inmensos predios.
Las
reglas del trato nacional también involucran a las privatizaciones. Por
ejemplo, si una municipalidad francesa decide privatizar el servicio de agua -lo
que la mayoría de ellas ya ha hecho- le debe ofrecer a los postulantes del
mundo entero las mismas condiciones de acceso que a un inversionista francés.
Incluso si se trata de una sociedad de economía mixta bajo control democrático.
¿ Cuándo se privatizará la educación o los servicios de salud ?
El
AMI prohibe, igualmente, las medidas adoptadas por numerosos países para
orientar las inversiones en el sentido del interés público como, por ejemplo,
exigiendo que se emplee mano de obra local o a ciertas categorías de personas
tales como los minusválidos. Del mismo modo, numerosas leyes y normas referidas
al medio ambiente podrán ser denunciadas.
Caen en el ámbito del AMI, en particular, las medidas tomadas por varios
Estados de EE.UU. que exigen que los embalajes de vidrio o plástico contengan
un porcentaje mínimo de productos reciclables y las tarifas preferenciales que
favorecen a los materiales fabricados con esos productos.
La
amenaza pesa sobre la legislación de ciertos países del Sur que apuntan a
promover un desarrollo económico nacional, por ejemplo, al exigir a los
inversionistas extranjeros una asociación con empresas locales o la contratación
y capacitación de ejecutivos nacionales.
El
acuerdo graba en el mármol, igualmente, la cláusula de la nación más
favorecida a las que impone un trato igual para todos los inversionistas
extranjeros. En adelante, estará prohibido que los gobiernos practiquen la
discriminación hacia los inversionistas extranjeros en función de la actitud
de su gobierno en materia de derechos humanos, derechos laborales u otros
criterios. Se prohibe, también, el trato preferencial acordado por la Unión
europea en los acuerdos de Lomé a favor de los países del África, del Caribe
y del Pacífico. Si el AMI hubiese estado en vigor en los años 80,
Nelson Mandela estaría aún en prisión dado que el acuerdo prohibe el boicot
de las inversiones o su restricción tal como existieron contra Pretoria en
tiempos del apartheid, salvo por motivos de «seguridad fundamental».
Por
último, el AMI transformará el ejercicio del poder en todas partes del
mundo al someter a las directivas de las multinacionales un gran número de
funciones que son actualmente ejercidas por los Estados, incluyendo la aplicación
de los tratados internacionales. En efecto, el acuerdo dará a las empresas e
inversionistas privados los mismos derechos y el mismo estatuto que a los
gobiernos nacionales para hacer aplicar sus cláusulas. En particular, aquel de
demandar a los gobiernos ante los tribunales de su elección. Entre éstos
figura ¡el jurado arbitral de la Cámara de comercio internacional! Frente a árbitros
tan parciales, los inversionistas están asegurados de que obtendrán las
indemnizaciones compensatorias que reclamen por no haber sacado todas las
utilidades que esperan del tratado.
El
texto contiene una disposición que impone a los Estados el «aceptar, sin
condiciones, que los litigios se sometan al arbitraje internacional», obligación
de la que hasta ahora han estado eximidos en virtud de sus privilegios de
soberanía. Esas acciones están reservadas a las empresas e
inversionistas pero no a los ciudadanos ni asociaciones. El acuerdo
prevé la resolución de los conflictos de Estado a Estado por medio de
jurisdicciones internacionales bajo el modelo de la OMC. Se trata de
procedimientos opacos, sin garantías jurídicas.
Acerca
de los términos del acuerdo, los portavoces de los gobiernos y del mundo de los
negocios se limitan a decir generalidades: « No se inquieten, no hay nada nuevo
en ese tratado. Se trata únicamente de racionalizar las prácticas existentes .»
Pero el AMI, como si fuera un Drácula político, no puede vivir a la luz del día.
En Canadá, la revelación de su existencia levantó una tempestad política más
grande que el tratado de libre comercio con EE.UU. hace diez años. En EE.UU.,
fue vivamente atacado en el Congreso.
Un
pastel de estricnina
Curiosamente,
aquéllos que más se debieran movilizar, los movimientos sindicales
representados en el seno de la OCDE por las confederaciones internacionales, se
han limitado a proponer, sin éxito, que se agregue al AMI una «cláusula
social» en vez de cuestionar los fundamentos mismos del acuerdo. Esta posición
ha sido denunciada por los movimientos de consumidores, las asociaciones de
defensa de los derechos humanos, por las de protección del medio ambiente así
como por un número creciente de sindicatos que estiman que esa proposición se
asemeja a una golosina azucarada sobre un pastel de estricnina.
Ni
los representantes de los gobiernos ni los del mundo de los negocios tiene la
intención de introducir disposiciones limitadoras en el AMI. Su táctica
consiste en prever numerosas excepciones y reservas que revelan así la amplitud
de la amenaza. No da ninguna seguridad; se nos prometa envolver nuestros
objetos de valor en papel mientras usan gasolina para incendiar nuestros
hogares. Así, los gobiernos canadienses y francés se afanan en
obtener «excepciones culturales» mientras los negociadores americanos reciben
sus órdenes en Hollywood y pretenden, gracias al AMI, ejercer una hegemonía
absoluta sobre todas las industrias de la cultura.
Los
años de experiencia del GATT y, después, de la OMC así como de otros tratados
comerciales internacionales han demostrado que las excepciones no dan, en la
mayoría de los casos, ninguna garantía. Los bananeros del Caribe acaban de
comprobar que las cláusulas de acceso preferente al mercado europeo contenidas
en la convención de Lomé habían sido barridas por la ofensiva americana ante
la OMC la que condenó, definitivamente, a la Unión europea. El AMI
contiene disposiciones que prohiben a los Estados intervenir a futuro en los
sectores que él cubre y hace obligatorio derogar sistemáticamente todas las
leyes que con él no están conformes.
¿Quién
tendrá interés en seguir adelante con la desregulación de las inversiones y
que los Estados no intervengan en circunstancias que los resultados de la
globalización se revelan desastrosos? Ya ocurre que todo gobierno que se
esfuerce en responder a la demanda pública por dar soluciones a los grandes
problemas económicos y sociales debe hacerlo en un contexto internacional de
inestabilidad monetaria, de especulación, de movimientos masivos y erráticos
de capitales y de inversiones sin fronteras. Es una situación que no puede
durar salvo para una muy pequeña minoría cuyo interés está en que empeore.